Al pasar por la carretera de vuelta a casa, siempre se me gira el cuello hacia la zona aquella en la que vivías.
(Sí, lo sé, es algo peligroso. La mirada siempre fija en la carretera y las manos agarradas al volante. Nada de distracciones.)
Siempre, es una manía, miro hacia aquel edificio.
Y me pregunto si seguirás allí.
¿Cuántos años han pasado: ocho, nueve, puede que más, verdad? Porque hace unos siete que yo me fui.
Me tuve que ir, esta ciudad agobiaba, siempre decías que era muy pequeña para cualquiera de los dos. El límite era el cielo, ¿recuerdas?
Y ahora al volver, ver tu calle, tu casa, te echo de menos.
Como cuando vives fuera y añoras el mar.
Como cuando creces y añoras la ilusión de la Navidad.
Como cuando nos queríamos y nos despedimos.
Un par de veces estuve en un tris de no contarla,
¿Sabes? Me he lanzado sin red a todo lo que creía que podía ser bueno, o por lo que tenía curiosidad. Recuerdo que siempre me decían, desde pequeñito, que no fuese tan rápido, que no quisiese llegar antes que los demás, que no fuese el primero en probar la profundidad del río.
Y ahora me vuelvo a ver aquí. Hasta juraría que te he visto en la ventana, fumando, con los brazos apoyados en el quicio, sonriéndome y a punto de preguntarme "qué horas son estas de llegar" a buscarte.
Pero no, no estás.
Quizás sean las horas de viaje o el ver de nuevo esas ventanas lo que hace que vuelvas a mi mente.
Y aparco. Y aprieto fuerte la mano contra el volante. Y me pregunto por qué ostias he vuelto. Pero sé la respuesta. Como siempre, he vuelto por ti. Ni todos estos años han conseguido que te evapores de mi recuerdo.
Y lo mejor es que ni tú estás. Ni yo llegué a irme del todo de aquí.
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