Ella paseaba por un mercadillo de antigüedades cuando la
vio. Era una bailarina antigua, ejecutando un relevé. Se enamoró de
aquella figurilla al instante; era igual a una que su abuela tenía en la mesa
camilla de su casa.
“¿Cuánto vale?”, preguntó, sabiendo que por mucho que
aquella vendedora pidiese, ella lo pagaría.
“He visto cómo la mirabas, yo también me
enamoré de ella cuando me la regalaron. Si tienes 10€, es tuya, pero tienes que
prometerme que la cuidarás mucho, y si tienes que regalársela a alguien, ese
alguien ha de ser muy especial”, respondió sonriendo. La chica sacó un billete
de 20 y lo guardó en la mano de la señora, que agradeció el gesto con una
sonrisa cómplice.
Años, muchos años después, el día del 19 cumpleaños de su
nieta, la chica que había comprado aquella bailarina decidió regalársela.
“Tío, no sabes lo que me he encontrado en el baúl de mi
viejo. ¿Te acuerdas de los míticos soldados de cuándo éramos pequeños?”, su
amigo asintió, “Pues mira esto” Era un
soldadito de plomo español: un lancero
de los tercios con su sombrero y armadura de hojalata, la capa marrón sobre los
hombros, el cinturón con el sable, la lanza, el jubón y los bombachos amarillos
y las medias aborladas rojas. “¿Tú sabes cuánto puede valer esto?” El signo del
euro apareció en los ojos de los dos chavales, que se las prometían muy
felices, yendo a vender aquella valiosa reliquia. Pero no contaban que su primo
mayor escuchaba detrás de la puerta, y, sabiendo que a su novia le gustaban
esas cosas, decidió que sería para él, un perfecto regalo de compromiso.
Seis meses después se habían casado y, coronando el mueble
de la casa, allí estaban la Bailarina y el Soldado.
“Te he echado de menos”, dijo la bailarina, mirándolo. “¿Cuántos
años han sido, ochenta?”
“Quizá alguno más”, contestó él, agarrando su mano, “pero
sabía que antes o después volveríamos a vernos. Lo nuestro no podía terminar
así. Ni la distancia ni el tiempo podría hacer que te olvidase”
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