Fuera llovía, a mares, él cogió su móvil. "Sin batería", observó, maldiciendo entre dientes. Estaba al lado de su casa, pero lo que quería decirle sabía que le costaría más cara a cara, y aunque había reunido el valor suficiente para decírselo, en el fondo era un cobarde.
A lo lejos, quizá a unos 50 metros, vio una antigua cabina de teléfonos, y rezó porque siguiese funcionando. Esquivando los charcos y algunos coches que aceleraban a su paso, llegó hasta allí y marcó su número.
Un tono.
Dos tonos.
Tres tonos.
- ¿Sí?- su voz sonaba cálida pese al frío que reinaba en el ambiente.
- Sé que todos te dirán lo que tienes que hacer, pero también que eres mayorcita como para saber que a día de hoy no hay nadie que sienta por ti lo mismo que yo.
Sé que es difícil luchar contra el qué dirán, y que tú estás hecha un lío, pero también que eres lo suficientemente lista para saber que no cambiaré lo que siento por ti de un día para otro, y menos ahora.
Y menos después de recorrer juntos tantos caminos complicados, llenos de curvas, desvíos y piedras, de caminar a oscuras por laberintos en los que ninguno conseguía encontrar la salida...
Sabes que querría decirte muchísimas cosas, pero no sé cómo... Y los dos sabemos que quizás tú seas la única a la que pueda querer, y la verdad, tú eres la única por la que intentaría cambiar...
Esperó unos segundos, escuchando sollozos entrecortados al otro lado del teléfono, hasta que éste se colgó.
Desolado, echó un último vistazo al portal de aquella chica y empezó a andar, con los cascos puestos, mientras dos hermanos británicos pedían que "tu corazón dejase de llorar". No había llegado siquiera al cruce del parque cuando notó una mano que le agarraba de la camiseta.
Allí estaba ella. En pijama. Mojada de la cabeza a los pies. Sonriendo.
-Volvamos a casa.
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