Me veo sentado en ese portal, como siempre con música en mis cascos.
Sé que es de noche porque todo está oscuro y no se escucha ni el ruido de los grillos.
Ese extraño momento en el que ya se acabó la hora de la fiesta pero aún no empezó la hora de la vida normal, y veo que tengo una botella de algo que parece calimocho en la mano.
Y al abrir los ojos dos lágrimas calientes, como si salieran del infierno, bajan por mi cara helada, mezclándose con la escarcha de mi barba de tres días.
Y sé perfectamente qué motivo las lleva a caer a esa velocidad.
No puedo seguir así contigo. No puedo ser siempre el comodín al que recurres, no puedo ser tu anestesia, tu lugar de paz, porque mi mente acabará siendo un caos cuando resurjas.
Miro la botella, y con dos compañeras de las anteriores lágrimas de nuevo resbalando por mi cara, doy un largo trago. La garganta me rasca, el vino está caliente y la cocacola ha perdido ya todo el gas, pero sigo bebiendo y llorando.
Bebiendo y llorando.
Bebiendo.
Llorando.
Y empiezo a correr, mientras un batería marca mi ritmo de carrera, aunque a trompicones.
No quiero ir a casa.
Sólo correr, sin dirección.
Correr hasta romper del todo.
Correr hasta curarme de esa enfermedad en la que eres síntoma y cura a la vez.
Pero siempre hay algo que me llama a volver a ti, a ese punto de paz en el que vivimos ambos. Ese punto de guerra en algunos momentos. Ese punto de gloria en otros.
E intento mirar adelante, ver otras caras, otras nuevas versiones de ti, pero no, tu cara se aparece siempre, como un recordatorio de a dónde debo volver.
Paro, respiro, vomito. Algo de lucidez parece volver a mi mente.
Quiero volver a casa.
Quiero verte sonreír.
Quiero que tú seas la pastilla que cure este insomnio.
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