Él la conoció cuando ya no creía en nada y ella cuando no
creía en si misma.
A su manera los dos
se ayudaron a empequeñecer las imperfecciones que tenían. Ella le convirtió en
una mejor persona. Él a ella en alguien seguro de sí mismo. Los dos eran muy
felices cerca el uno del otro. Pero no existen los finales Disney. Empezaron a
dudar el uno del otro, con razón. Empezaron a distanciarse. No querían lo
mismo. No hubo más solución que la distancia. Pero él seguía queriéndola. Ella
también. Pero el orgullo era fuerte por ambos lados. Cedió una vez más y
volvieron a ser un dúo dinámico. Pero los bancos no se aguantan con una sola
pata. Y todo se volvió a caer. Él cada vez entendía peor lo que su amiga necesitaba.
Ella, no quería ver por lo que en realidad estaba pasando su amigo. No podían,
no necesitaban, no querían, no debían verse. Pasaron de ser quizá dos
de los mejores amigos a ser completos desconocidos. Pero la gente seguía
hablándoles del otro y, aunque no quisieran, sabían todavía cómo les iba la
vida. Pasaron meses, meses de silencio, meses de no verse, meses de no dar
señales de vida, de no querer saber nada, por las dos partes. Y de pronto, un
día, sólo hizo falta que ella le mirase y sonriese para que él se tragase todo el
orgullo, todas las teorías conspiratorias que su cerebro había creado, para
volver a ser el mismo que era antes.
Ahora están como al principio: él no cree en nada,
ella no cree tanto en si misma.
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