Sabía que una tirada más a esos dados que quemaban en su mano, un paso más hacia el abismo que se extendía bajo sus pies o un minuto más en aquella pesadilla acabarían con su cordura.
Nada presagiaba que en el horizonte algo fuese a cambiar. Nada. Todo seguiría igual.
Pero los pasos que había necesitado para llegar hasta ese punto los habían dado sus pies. No podía quejarse de que el destino hubiese sido cruel.
Ella seguía ahí, como una estatua, pidiendo que no se fuese, que se quedase ayudándola y a la vez creando un círculo de fuego a su alrededor.
Él saltó hacia el fuego, pero las llamas lo repelían. Le daban igual las quemaduras, le daba igual el humo que sus pulmones estaban inhalando, solo quería sacarla de ahí.
"Dile adios", decía una voz en su cabeza, pero las palabras nunca llegaban a su boca. Incluso se tropezaba sólo de pensar en que nunca más la vería. No podía luchar contra ese impulso que le salía de lo más profundo de su ser.
¿Qué sería del mundo sin que ella le diese sentido?
No quería ni imaginárselo.
No. No quería recordarlo.
Aquellos meses en los que voluntariamente se puso una venda en los ojos y decidió alejarse, vivir en una supuesta libertad: Sonreía, bailaba, jugaba, parecía que se divertía. Sólo era una máscara, por dentro estaba vacío.
Y, al igual que la luna, él no podía dejar de orbitar a su alrededor, y siempre acababa volviendo.
Volvía. Volvía a darse. Volvía aún a sabiendas del dolor. Volvía a pesar de que, como Ícaro, volar cerca de su sol, acabase quemando sus alas. Volvía porque recordaba el sabor de sus labios, el tacto de sus dedos, la calidez de su voz. Volvía porque sabía que todas las fuerzas que le quedaban serían para ella.
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