Anochecía. Era una noche de verano, fresca, limpia, en la que las estrellas parecían pequeños flexos colocados al azar. Se sentó en el quicio de la terraza, de espaldas a la calle y encendió un cigarro. Exhaló el humo y miró hacia el cielo, apartándose el pelo de la cara. Nada había sido fácil pero allí estaba. Contra viento y marea, paso a paso, logró lo que tiempo atrás se había propuesto. Una sonrisa de satisfacción afloró en su rostro justo antes de dar una nueva calada. Se sentía extrañamente feliz, y esa era una sensación que, desgraciadamente, a ella le duraba poco. Había tragado muchos sapos y removido mucha tierra para llegar dónde ahora estaba, por lo que cuando disfrutaba de un momento así quería exprimirlo al máximo.
Él terminó de hacer la cena y salió a avisar a su chica. Se asomó y la vio allí sentada, sonriendo, contenta y se apoyó en el marco, observándola. Se merecía todo lo que le estaba pasando ahora: su casa, su trabajo, su vida... Él se consideraba un mero espectador, un acompañamiento, una comparsa de aquella chica.
Chica que ahora lo miraba y con un gesto le pedía que se acercase.
Se acercó señalándose el pecho y mirando a un lado y a otro. "¿Yo?", parecía preguntar. "Sí, tú...", respondía ella afirmando con la cabeza.
Se acercó y apoyó sus codos en las rodillas de la chica.
Ella le acarició la cara, acercándose, mientras reía quedamente.
"Ya está la cena" dijo él en un susurro.
"Gracias" guiñó ella. Se acercó todavía más a su cara y rozó mejilla con mejilla, nariz con nariz, y labio con labio, y justo, cuando él se iba a lanzar a besarla, lo apartó con una sonrisa y, saltando alegremente tirando de su mano, preguntó "¿Hiciste el arroz?"
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